27 septiembre, 2018

Un retorno y una despedida: gatos que te roban el corazón


Ya era hora de volver. No era mi intención dejar tantas semanas en blanco, pero me temo que lo necesitaba. El típico paréntesis veraniego, sí, pero con otro motivo más que me echaba para atrás a la hora de teclear. No he desaparecido porque se me puede seguir la pista por las redes sociales; sin embargo, no podía volver al blog con una receta más. Hoy vengo a despedirme de mi gato.

Si me ha costado tanto escribir este post es porque se me formaba un nudo en la garganta solo con pensarlo, pero ya no quería -no podía- postergarlo más. Estoy llorando ahora mismo y era inevitable, porque mi viejo gato me robó el corazón, y lo hizo sin que me diera cuenta.


Estaba malito. Tenía ya su edad, unos 16-17 años, pero fue un maldito virus el que se lo llevó al final. El año anterior ya me di cuenta de que estaba muy delgado, y habiendo sido siempre un gato corpulento se notaba mucho. Al irme a vivir fuera yo me fijé mucho más que mi familia, que al fin y al cabo seguían viviendo con él, así que sugerí llevarlo al veterinario. Al principio solo parecía un problema del hígado, que no asimilaba bien los alimentos y por eso adelgazó tanto, pero luego me contaron que tenía un virus terrible incurable, de cuyo nombre ni me acuerdo, ni quiero.



Por esa maldita enfermedad cada vez estaba más débil, cojeaba, vomitaba con mucha frecuencia y estaba perdiendo el oído y el olfato. Lo peor al principio no se veía mucho, porque le estaba destrozando la boca, impidiéndole comer bien, causándole mucho dolor. Los últimos meses fueron los peores, cuando todo se aceleró, y yo me los perdí. Pero se me partía el alma con todo lo que me contaban mis padres... 



A principios de verano volvió al campo, a su campo, donde un día apareció en nuestras vidas. Tan chiquitajo, en los huesecillos, con unas orejas enormes y una cara de pillo que nos conquistó con su desparpajo. Se comía hasta las lentejas que le dábamos, y le cogió mucho gusto al tomate, una afición que conservó hasta sus últimos días. Mis padres no querían animales después de la perrita que tuvimos hace mucho tiempo, y mi padre ni si quiera pensaba que los gatos podían ser buenos animales de compañía. Pero él estaba dispuesto a demostrar lo contrario.





Nos marchamos a Suiza aquel verano y, tres semanas después, al volver allí estaba, esperándonos en la puerta de casa, cariñoso y juguetón como siempre. Al final no tuvimos más remedio que acogerle, al menos en la casa del campo. Pero tuvo la "suerte" de que algún malnacido le pegó un tiro con una escopeta de perdigones, porque al volver un fin de semana de otoño, lo encontramos cojeando.



"O se cura solo, o se muerte", dijo el veterinario aquella vez. Nos dio tanta penica que mis padres accedieron a llevarle al piso de Murcia; tras unos primeros días de susto y confusión, se hizo el señor de la casa. La primera noche salió de debajo del sofá para colarse en mi cuarto, cojeando, asustado; lo subí a mi cama y ya no me soltó más.

Es curioso cómo los animales se convierten en parte de la familia sin darte cuenta. A mi gato no le pusimos nunca nombre porque no queríamos encariñarnos, solo era "el gato". Al final, cuando quisimos bautizarlo, ya no le pegaba ningún otro nombre. Era Gato, con mayúsculas, a veces Gordo, Misi, Guapo, Tigre o Pequeño cabroncete, pero Gato. Nuestro gato. Mi gato.



Se me emborrona la vista con las lágrimas al recordar tantas cosas, pero por suerte tengo a mi Lito al lado que me consuela. Si no fuera por él lo estaría pasando mucho peor, y ahora, que solo lleva poco más de un año con nosotros, sé lo mucho que sufriré también cuando tengamos que despedirnos. ¿Que los gatos no son cariñosos, que no se les coge cariño, que no te quieren? Eso solo lo dice alguien que no ha convivido con uno. 



Tenía la esperanza de poder acariciarlo una última vez, pero cuando llegué a Murcia en agosto, mi padre me dijo que el día anterior lo habían tenido que sacrificar. Estaba sufriendo mucho, se le veía en los ojos, una mirada triste y cansada. Yo no sé si lamentar no haber podido despedirme o agradecer no haberlo visto así. Siempre lo recordaré tan lleno de vida, tan pillo, tan feliz corriendo por el campo persiguiendo a otros gatos, subiéndose por los tejados buscando presas y jugando con sus ratones de trapo. Siempre pidiendo su desayuno puntual sin conocer el concepto de "madrugar", exigiendo su sitio en el sofá, eligiendo la cama más cómoda y encontrando los rayos de sol en cada rincón de la casa en invierno.



No se puede describir el cariño que te da un animal abandonado cuando lo acoges en tu hogar. Y sí, te hacen sufrir un poco, pero por muy amargo que sea decir adiós, los recuerdos te hacen sonreír. Aunque sea con un maldito nudo en la garganta que parece que nunca se quiere ir. 

Hasta siempre Gato. Gracias por tanto.
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...